sábado, 26 de julio de 2014

La velocidad que adquieres para desordenar una ciudad.

A veces te vas tan rápido, un poco como sin contarlo, sin espacios de por medio, y desapareces. Y yo, que llevaba horas esperándote del otro lado de la acera, escondida, para que nadie me viera, ni tú, levanto la cabeza y pierdo el norte. Y no consigo averiguar si estás corriendo por que quieres o si soy yo, que todavía camino demasiado despacio como para poder seguirte el paso. Supongo que no dejas de despistarme. Que tus besos sean lentos y todavía no me hayas quitado la ropa en más de una ocasión se contrapone a que aparezcas y desaparezcas cuando te venga en gana. A la velocidad que adquieres, que solo tú tienes, para desordenar una ciudad. Para darle mil vueltas al reloj de la plaza, o desertar cualquier calle cuando tú caminas por ella, y yo aparezco de frente. Para que los bares se cierren solo cuanto te vas, y las faldas se levanten cuando miras de reojo, queriendo, sin querer. Que suene un piano de fondo cuando sonríes, o que las nubes estén echas de el humo que sale de tu boca, y de ti dependa si llovemos o nos morimos de calor. Sigo sin entender lo despacio que caminas cuando me llevas de la mano, y lo rápido que te mueves cuando te suelto para agarrar mi cigarro. Para mirarte a los ojos, hasta que desapareces. Y en medio de una ciudad bañada por el desorden, me acabo encontrando fumando sola, en una calle desierta que ha aprendido a decirme, que acabas de pasar sonriente, y no te has parado a besarme.


miércoles, 23 de julio de 2014

A donde van a parar los amores de Verano cuando llega el Otoño?


Sí... esos que empiezan en una fiesta con poca ropa y vaporosa, esos que te miran a los ojos cuando se esconde el sol y el cielo se queda rojo. Que siguen en la playa una noche, de la mano, y que beben cervezas compartidas. Los que te abrazan en un coche desde el mirador más alto de la ciudad. Esos, que parecen que no van a acabar nunca.

A lo mejor se quedan debajo de las hojas secas de un árbol cualquiera en plena alameda, o van a ese lugar en donde se encuentran los calcetines que no vuelven a tener pareja, los que ya no encuentras. No lo sé.

A un mes y medio de el cambio de estación yo ya empiezo a temblar, y a echarte de menos, y a pensar en que lugares puedo encontrar la respuesta a este sin sentido que me abraza tanto, o más que tú. Y, mira, si esto se va a quedar en tu ombligo pido por favor que lo guardes con cuidado, o en cualquier cajón. O en tu boca. Cuando deje de atardecer en horario nocturno, y las noches se nos vengan encima a las siete, cuando te apetezca más un café caliente que un helado, o las playas se queden desiertas, sabré lo que has sido. Mientras tanto, ahora, cuando no estás y no somos, me limito a darle vueltas y a crear mi propia teoría sobre los amores de estación, mirando a la pantalla de mi teléfono móvil esperando volver a tocarte pronto, mientras siga haciendo calor.

Vienen con las ganas de arena entre los dedos, con canciones de kilómetros en un coche, con el aire en el asiento trasero y las manos por la ventanilla, con las subidas de marea y las faldas cortas, con las sandalias y las terrazas abarrotadas de gente. Vienen para querer pasear agarrados, desnudarnos en cualquier lado, mordernos salitre en el cuello, vivir en tu espalda morena, ver caer el sol y empezar a tocarnos, con caminar descalzos sobre cualquier parte. Y se quedan en tus ojos de mar, cuando llega el otoño y se vuelven marrones. En las chaquetas abrigadas, el humo de unos fuegos de luces, las calles empapadas de lluvia y las ventanas con las persianas bajadas. En los cafés calentitos, las películas a solas, una vuelta a la rutina, un cambio de armario, un último beso.


No quiero un último beso, si es por mí, que me quiten lo que nunca me han dado, que yo aprendo a vivir. 
A tu lado.


viernes, 11 de julio de 2014

Palíndromo.

Estoy harta de volver y de no encontrarte. O lo que es peor, de encontrarte. Serio, mirando hacia otro lado, o abrazado a otra lengua que no sabe ni sabrá nunca decir “te quiero” como te lo decía yo, aunque fuese mentira. 

He caído tantas veces en ese estúpido juego de hablarte, para que me contestes, pero solo hasta donde tú quieres, que tengo un nudo de versos en la garganta que empiezan a no dejarme respirar. Y lo deshago fumando, tabaco caro, claro, y whisky malo, como todos nuestros vicios. Los que teníamos, que no eran pocos. Y empiezan a ser demasiados los intentos por olvidarnos. Y siempre acabamos igual, encontrándonos una noche cualquiera, diciéndonos tonterías al oído y mirándonos a los ojos, para que suene más creíble. 

Y yo, yo ya estoy harta de volver a hablarte para que me contestes, pero solo hasta donde tú quieres. Y de dormir abrazada a otra lengua que no sabe ni sabrá nunca decirme “te quiero” como me lo decías tú, aunque fuese mentira.


Bailamos el vals más suicida del mundo.

Sigo esperando una hora cualquiera para hacerla importante
 y llevarte al rincón mas oscuro de esta puta ciudad. 
Para prenderle fuego conmigo, contigo dentro y gritarle desde allí a la luna 
que hemos encontrado una nueva forma de despedirnos. 
Más bonita, tan húmeda 
como acabar llorando. 
Como corrernos a la altura de tus mejillas entre mis piernas, 
en descendente con beso incluido. 
Como no volver a vernos en años 
y durarnos en ganas y vicio. 
Tus ojos están aburridos de ver a los míos y pedir una tregua. 
Los baños se quedan pequeños para bailarnos el vals más suicida del mundo. 
Tu cama ya echa de menos que hagamos guarradas encima de ella. 
Sigo esperando un semáforo en rojo para besarte con fuerza y volver a arrancar, 
para arrancarte la piel a mordiscos entre “no pares” y volver a empezar. 
Han cambiado tanto las cosas desde que no nos hablamos, 
sin más, que las estaciones ya no tienen flores, 
más bien autobuses en los que recordar como empezamos. 
Miraba tu cara y tu vaso y esperabas ver mi culo pasar. 
Solo espero que tanta rutina nos haya servido para conocernos mejor, 
y saber que si no nos hablamos es porque estamos esperando 
el minuto perfecto para hacerlo especial, 
y llevarnos al rincón más oscuro de esta puta ciudad.

Correr-se ha vuelto rozarse hasta gritar.

Recaer ha dejado de ser tragar humo cuando te has prometido no volver a fumar, tropezarte dos veces con la misma esquina de la cama sabiendo que lo harás una tercera, comerte un bizcocho al salir del gimnasio, o levantarte, sin pensar de antemano que sería más práctico quedarte ahí abajo. Ya nadie llama recaer a volver a sentirse a la altura del suelo. Las palabras han cambiado de significado, correr se ha vuelto rozarse hasta gritar, amor, amor ha dejado de ser una colonia, y tocarse ha pasado a ser recíproco y sin acordes de por medio. A la gente parece gustarle dormir en compañía y sin menos espacio en una cama, y yo sigo pensando que dos personas ya no se quieren hasta que amanece, porque se roban los sueños y se conocen demasiado como para seguirse al salir el sol. Desgastarse es hacer el amor, sudarse desnudos y mirarse a los ojos, y sigue siendo la forma más poética de decir que esa historia no va a durar demasiado, porque si fuera así, lo llamarían recrearse. Por llamarlo algo. Qué más da. La gente ya está harta de hablar, sobre todo, no sobre todas las cosas. Y no dicen nada, pero lo etiquetan como poesía si lo escriben para otra boca que lo lea una tarde cualquiera. Lo peor de las malas costumbres, es que acaban pegándose. Ojalá fuese tan mala como reiterada y acabaras acostado aquí, en la mitad que empieza a sobrarle a mi cama. 

Se quedó allí, en aquella Primavera.

Esta mañana el árbol de siempre está un poco más muerto que de costumbre.
El suelo es un mar de hojas secas y ruidosas que invitan a quedarse quieto. 
No llueve, 
no hace calor, 
ni viento, 
huele a playa pero, 
la costa se encuentra a más de doscientos kilómetros de allí. 
Hacía algún tiempo que la gente gritaba entusiasmada que había llegado el Verano, 
sin embargo, 
él no parece haberlo notado. 
Es más, 
creo, 
que él cree, 
que todavía estamos en primavera. 
Desde que duerme solo no mira el calendario.
Ha tirado por la ventana todos sus relojes. 
No se deshizo del sol porque no pudo. 
Tiene un aspecto diferente, 
raro, 
gris. 
Solo piensa en ella, 
todo el día en ella. 
En la falta que le hace, en volver a tocarla, a dormirse con su sonido de fondo. 
Le había regalado tanto tiempo que, 
ahora le sobra todo el resto. 
No puede verla, 
del verbo poder. 
Con la negación tan aferrada a él, a su pecho, que decide marcharse. 
Está harto, 
como lo estaría cualquiera, 
de suponerla, 
de que no le detenga ya el crujir de las hojas en otoño, 
porque ha llegado el otoño, pero todavía no lo sabe. 
Se quedó allí, 
en aquella primavera, 
de hace dos años, 
parado, 
cuando dejó de oír. 
Y sin la música sabía que le daba igual vivir, 
en Verano o en Invierno.